Ciudades para la gente

Lo más importante de los entornos urbanos no son las infraestructuras o los edificios sino las personas y las relaciones que se van tejiendo en ellos. Un pequeño recordatorio para planificadores y arquitectos.


Cerca de la estación Carranza del tren, en un área residencial del corredor norte de Buenos Aires, veo a una mujer de treintipico sentada con las piernas cruzadas en una esquina. No en un banco, no en una silla: tenía la cola sobre la vereda, a la altura del poste de las calles. Mientras la pasaba de largo vi que miraba la hora en el celular y me imaginé que esperaba a alguien más.

Pensé en lo incómodo -y sucio- que debía ser tener que hacer tiempo ahí. También en que es el tipo de acción que uno tranquilamente haría a falta de una mejor opción cuando se está cansado, se espera hace mucho o cuando duele la espalda.

Al día siguiente, estaba por comprar unas cosas en el chino cuando me llamó mi amigo Manuel con algunas novedades sobre un proyecto que teníamos entre manos. Mientras tomaba la llamada hice un rápido scan con la mirada y encontré unos bancos para poder sentarme y charlar unos minutos antes de retomar las compras. En ese momento no necesitaba un Starbucks o un Tienda de Café, tampoco dar vueltas a la manzana como simulando un paseo: apenas un ratito para sentarme y hablar tranquilo. Pensé en lo bien que le venían estos bancos a los chicos, a sus madres o padres, a los jubilados.

“Puede que esto no le parezca una gran revelación intelectual, pero a la gente le gusta sentarse donde hay sitio para sentarse”. La frase, un poco en broma y un poco en serio, pertenece a William H. Whyte, un urbanista norteamericano cuya obra nos ayuda a entender cómo diseñar ciudades para la gente.

La vitalidad de los pequeños espacios

La vida de William H. Whyte podría haber disparado para cualquier lado, y un poco medio que lo hizo. Nacido en una pequeña ciudad de Pensilvania en 1917, se graduó en Literatura en Princeton y sirvió en el Cuerpo de Marines estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial. A su regreso, consiguió trabajo como periodista en la revista Fortune y le dedicó varias notas a la vida interna de las grandes organizaciones.

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Su investigación sobre la cultura corporativa quedó plasmada en un bestseller, The Organization Man, agudo retrato de la clase media norteamericana de mediados de siglo en el que describió un sistema que alentaba el ascenso de ejecutivos reacios al riesgo y otros mediocres. Pero todavía había tiempo para una vida más.

Pasado los cuarenta, William H. Whyte -más conocido por su apodo, Holly- comenzó a investigar la vida en los suburbios y en 1958 coordinó la publicación de The Exploding Metropolis, un conjunto de ensayos sobre el crecimiento desordenado de las ciudades norteamericanas. Uno de los artículos del volumen llevaba por nombre Downtown is for people (“el centro debe ser para la gente”) y llevaba la firma de una periodista de la revista Architectural Forum llamada Jane Jacobs.

A diferencia de la mayoría de los planificadores de la época, Whyte desconfiaba de los grandes proyectos. Su premisa era que obras más modestas, pero bien enfocadas en las necesidades concretas de las personas, podían lograr mejores ciudades para vivir.

Holly creía mucho en la observación y la forma en la que se utilizaban los espacios en la práctica. La manera en la que los chicos usan las áreas de juegos, por ejemplo, puede ofrecer pistas para futuros diseños. “Pero los arquitectos casi nunca las ven. No tienen la práctica de regresar a los lugares que diseñaron y estudiar cómo los niños realmente usan sus proyectos (es más, no estudian ni a los adultos)”, decía.

Los patios de juegos que inauguró este año el Gobierno porteño tienen diseños adaptados que hacen referencia a ese rincón específico de la Ciudad. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

En otro de sus libros, The Social Life of Small Urban Spaces, Whyte sintetizó su receta para mejores espacios urbanos: fácil acceso, lugar donde sentarse, sol, agua, árboles, comida y una oportunidad para encontrarse con otras personas.

Ya para ese entonces, los periodistas y críticos se referían a Whyte como un sociólogo urbano o un antropólogo. Desde ese rol criticó fuertemente al Código de Zonificación de Nueva York (parecido a lo que en Buenos Aires es el Código Urbanístico, que se está rediscutiendo por estas semanas) por ofrecerle a los desarrolladores unos incentivos ridículamente generosos.

¿De qué incentivos hablaba? Por aquel entonces, la alcaldía le ofrecía al privado 9,2 metros cuadrados más de constructividad por cada metro cuadrado de espacio público que ofreciera al pie del edificio. De esta manera, un desarrollador que tenía permiso para construir una torre de edificios de 40 pisos podía irse hasta 48 si a cambio ponía una pequeña plaza (creo que me suena de algún lado). A fines de los sesenta, todos y cada uno de los desarrolladores del Midtown neoyorkino había hecho uso de ese “beneficio”.

Un investigador de la Universidad de Harvard sacó la cuenta y llegó a la conclusión de que los privados habían ganado 48 dólares por cada dólar invertido en placitas. Peor aún: Whyte pudo comprobar que muchos de esos espacios públicos apenas se usaban. Para remediar esta situación no quedaba otra que estudiar el verdadero uso de los espacios.

Manos a la obra

La tarea no requería especialistas, solo personas capaces de mirar con atención y tomar notas. En American Urbanist, la excepcional biografía del hombre que nos ocupa, Richard K. Rein cuenta que el grupo de observadores contratados por Whyte estaba lleno de personas jóvenes, algunas recién salidas de la secundaria, que visitaban diferentes plazas de Nueva York a la hora del almuerzo y anotaban todo lo que estaba ocurriendo: si había hombres o mujeres, si estaban sentados o parados, solos o en grupos, si charlaban entre ellos.

Whyte, de traje y gabardina, tomaba fotos.

William H. Whyte (1917–1999) recurrió a la observación directa para describir el comportamiento de los grupos humanos, lo que hoy se conoce como “antropología urbana”.

Un resumen de la investigación se publicó en la revista del New York Times. Algunos de los resultados de sus observaciones:

  1. Las mujeres son un buen barómetro de la popularidad de los espacios públicos. “Las mujeres son más exigentes que los hombres, solo hace falta ver cómo discuten sobre el mejor lugar donde sentarse para comer”. Un bajo índice de mujeres es una señal de que las cosas andan mal con ese espacio.
  2. Sigue habiendo pocos lugares donde sentarse. “Algunos planificadores urbanos desconfían sinceramente de la gente -por lo menos de los no clientes– y se sienten amenazados de manera casi obsesiva por los hippies”, decía Whyte. A los arquitectos se les suele pedir que diseñen elementos que desalienten la “holgazanería”, cuando no directamente arquitectura hostil.
  3. Los puestitos son claves. Los carritos que venden helados, hamburguesas o gaseosas le hacen frente a la demanda que antes satisfacían los pequeños restaurantes o sangucherías que fueron demolidos para hacer lugar a torres de oficinas.
  4. Las personas se reúnen en las esquinas de forma natural. En las esquinas se arman grupos y conversaciones de lo más variadas y los espacios verdes públicos tienen que aprovechar eso, borroneando los límites entre la vereda y la plaza.

“El centro de la ciudad probablemente sea el último lugar en el que uno pensaría para la recreación al aire libre. Pero es el más importante”, dijo Whyte.

Entre otras cosas, el urbanista propuso instalar sillas movibles en lugar de bancos fijos. La lógica era simple: “Las sillas amplían las opciones: arrimarse al sol, salir de él, hacer lugar a los nuevos grupos, alejarse de las multitudes. La posibilidad de elegir es tan importante como ejercerla. Si sabés que tenés la posibilidad de moverte es más probable que te sientas más cómodo quedándote quieto”.

El miedo de los urban planners era que alguien se robara el mobiliario, pero al momento de la publicación de su artículo -bastante tiempo después de sus observaciones- ni una sola silla había desaparecido de Paley Park y Greenacre Park, dos plazas muy concurridas en pleno Midtown.

Sus hallazgos terminaron siendo validados por otros especialistas que también iban descubriendo los secretos del uso de las ciudades. Además de la gran Jane Jacobs, que algún día merecerá su propia columna, es imposible no mencionar al arquitecto danés Jan Gehl, a quien Whyte conoció en 1976. Gehl estaba fascinado por el concepto de escala humana y por el llamado de Jacobs a mirar por la ventana, pasar más tiempo en las calles y plazas y ver cómo es que la gente realmente utiliza el espacio público. Hoy es considerado un referente mundial en diseño urbano y su obra cumbre se titula, cómo no, Cities for People.

Un tercer arquitecto, Christopher Alexander, bosquejó un elogio del café callejero, otra gloriosa pieza urbana que hace juego con los parques y plazas.

“El café a la calle proporciona un entorno único, especial para las ciudades: un lugar donde la gente puede sentarse perezosamente, legítimamente, estar a la vista y ver pasar el mundo”, escribió Alexander en 1977 en el libro colectivo A Pattern Language: Towns, Buildings, Construction. ¿Sus consejos? “Anima a que surjan cafés locales en cada barrio. Que sean lugares íntimos, con varios salones, abiertos a un camino transitado, para que la gente pueda sentarse con un café o una copa. Construye la fachada del café de modo que un conjunto de mesas se extienda fuera del café, hasta la calle”.

La lógica orgánica de la ciudad

Whyte partía de la premisa de que el quilombo de una metrópolis es parte de su vitalidad. Su mirada se vio reflejada en 1969, cuando el gobierno de Nueva York lo contrató para hacer un master plan de la ciudad. Pero a diferencia del bullshit burocrático que acompaña este tipo de trabajos, Whyte decidió armar un plan sencillo y directo.

Para empezar, el diagnóstico era brutalmente honesto. “Es obvio que muchas cosas van mal. El aire está contaminado. Las calles están sucias y atascadas. El metro está abarrotado. Las aguas de los ríos y bahías están sucias. Hay una grave escasez de vivienda. Los barrios marginales, que solían ofrecer un camino hacia algo mejor en la vida, parecen no cumplir más ese rol”, arrancaba el documento presentado en el Hilton de Nueva York.

El plan iba acompañado de una película extraordinaria con un título incluso mejor (What is the City but the People?). Dura una hora pero si no están con tiempo les recomiendo, aunque sea, que vean los primeros tres minutos y que se pregunten si alguna vez en lo que va de este siglo alguna ciudad fue capaz de financiar una mirada así de crítica sobre su propio funcionamiento.

Pero a cada uno de estos cuestionamientos, el Plan for New York City le iba sumando sus propias oportunidades.

“Lo que más hace falta son más parques pequeños, en especial donde parece que no hay más espacio. Pero hay espacio, una cantidad sorprendente, y allí donde no lo haya podemos crearlo”, decía el plan, que adoptaba una mirada similar con respecto a las abarrotadas calles y veredas de la ciudad. “Para algunos observadores, esta concentración de actividad es lo que más falla. Pero este amontonamiento es lo más genial de la ciudad. No nos asusta el cuco de la alta densidad”.

Hay algo eminentemente auténtico en esta experiencia. La ciudad no es una hoja en blanco sino un proyecto desbordante con idiosincrasias que forman parte de su encanto. “La reveladora experiencia urbana de sentarse a tomar un café cerca de un hospital y que en la mesa de al lado se arme una conversación entre médicos”, tuiteó esta semana el profesor Adrián Pérez Llahí. Una ciudad sin aglomeración es una ciudad sin vida, sin encuentros fortuitos, sin planes casuales (también lo dice Taylor Swift en este video).

Pero claro: las oportunidades atraen a muchísima gente que hace muchísimas cosas y el desafío para las autoridades -si se me permite la perogrullada- es alentar lo bueno y desalentar lo malo.

La escala humana también se consigue con lugares abiertos y calles pacificadas. Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires

En ese sentido, las propuestas de Holly Whyte y compañía eran claras: dejar de exigirle a los desarrolladores tantos lugares de estacionamiento, convertir a las escuelas en centros de recreación fuera del horario educativo (abiertos a la comunidad) y una mixtura de usos que rompa con la tajante separación entre usos residenciales, industriales y comerciales. También se alentaba la restricción de vehículos en el área central “a aquellas personas que realmente lo necesitan o aquellos dispuestos a pagar mucho por ese privilegio”.

Muchas de estas medidas fueron retomadas por los planificadores urbanos del siglo XXI y forman parte de las políticas de avanzada que hoy discuten las grandes ciudades.

La increíble actualidad de sus postulados sólo se explica por el fracaso (parcial, al menos) de los gobiernos locales para desarrollar y gestionar ciudades que estén pensadas para ser vividas. Cooptados por intereses sectoriales, la máquina del crecimiento o la agenda de supuestas “mayorías silenciosas” muchos dirigentes ignoran por completo las experiencias reales de las personas en el espacio público.

Hallazgos como estos son un baño de humildad para aquellos que juegan a construir y destruir, inaugurar y clausurar, siempre con el render a mano. Algo de lo que se puede aprender fácilmente, caminando por la avenida, pasando una tarde en una plaza o simplemente buscando un lugar donde sentarse.

Soy magíster en Economía Urbana por la Universidad Torcuato Di Tella (UTDT) con especialización en Ciencia de Datos. Creo que es posible hacer un periodismo de temas urbanos que vaya más allá de las gacetillas o las miradas vecinalistas. Mis dos pasiones son el cine y las ciudades.