El futuro de la polarización en América Latina

Las estrategias que se adopten para atraer a los votantes que fueron más afectados por la pandemia y que podrían estar más abiertos a redefinir lealtades políticas serán claves para entender las nuevas coaliciones que podrían emerger en la región.

El miedo al Covid19 apaciguó las protestas que incendiaron Sudamérica a fines de 2019 al mismo tiempo que acentuaba los males que las habían originado. La economía caerá diez puntos, el desempleo y la pobreza suben, y se hacen trizas las esperanzas de movilidad social que se habían generado durante el boom de las materias primas. Los escándalos de corrupción por obra pública fueron reemplazados por los que refieren a la compra de material médico. 

Además, la pandemia hizo evidentes los problemas estructurales de urbanización, desigualdad, informalidad, y debilidad estatal que han caracterizado a la región desde hace tiempo. Al hacerlo empujó al abismo a muchos sectores que no eran pobres pero que perdieron la posibilidad de salir a ganarse la vida. En un reciente estudio, Nora Lustig y sus colaboradores muestran que estos sectores son los que pierden mayor ingreso relativo en las cuatro economías más grandes de la región. Esos segmentos de la ciudadanía que no calificaban para recibir transferencias condicionadas, pero que perdieron su ingreso serán un electorado clave para entender las nuevas lealtades que pueden redefinir a los sistemas políticos en América Latina. 

Los votantes latinoamericanos descreen de los partidos políticos. Además, las encuestas de Latinobarómetro y Lapop ya nos habían informado que viene cayendo su fe en la forma en la que funciona la democracia. La polarización los ayuda a diferenciar la oferta política. No es necesario que compartan ciegamente la fe ideológica de quien la origina, sino solamente que puedan distinguir a quien la profesa como diferente de los otros políticos. La radicalización política o simbólica se transforma en un recurso estratégico para atraer a los votantes. Y es particularmente atrayente cuando quien la profesa es un/a “outsider” que puede prometer renovación moral frente a la fragmentación política provocada por el descreimiento de los votantes respecto a las opciones existentes. En un contexto de vacas flacas donde hay poco para distribuir, la polarización también permite sostener coaliciones al plantear opciones dicotómicas de índole moral.  

La polarización de la escasez debería ser distinta a la experimentada en épocas de abundancia a principios del milenio. En contextos de abundancia es más fácil polarizar con grandes mayorías y eso deja legados importantes como veremos en las elecciones de octubre en Bolivia y en las de Ecuador a principios del año próximo. En ambos casos, el electorado está dividido por líderes que no serán parte de la contienda, los ex presidentes Evo Morales y Rafael Correa, pero sus fórmulas llevan a ex ministros como candidatos propios. Luis Arce en Bolivia va adelante en las encuestas (y pese a la división del anti-MASismo no se puede descartar aún una segunda vuelta entre él y Carlos Mesa). El exministro de Correa, Andrés Arauz, podría pasar a una segunda vuelta contra Guillermo Lasso, el candidato que resultó de la unificación del anti-correísmo. En ambos casos, los oficialismos son impopulares, entre otras cosas por su gestión sanitaria, pero ambas elecciones serán plebiscitos no sobre quienes están ahora en el poder, sino sobre gestiones que dividieron al país antes de la pandemia. Y, en ambos casos, quien gane tendrá un contexto más difícil que durante el boom de las materias primas, sin mucho para repartir, probablemente con dificultades para controlar al poder legislativo, y con el espectro del entrenamiento que las movilizaciones de 2019 les dieron a quienes pueden estar entre sus opositores.

La irrupción de los outsiders

Las elecciones de Jair Bolsonaro en Brasil, Andrés Manuel Lopez Obrador (AMLO) en México y Nayib Bukele en El Salvador nos dan una pista sobre la forma que han tomado “outsiders” latinoamericanos en épocas de vacas flacas para transformarse en puntos focales y polarizar al electorado. 

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El crimen, la economía, y la corrupción son promesas comunes.  Pero como son de difícil solución, y muchas veces no ajenos a sus propias familias políticas, la dificultad de cumplir promesas hace más atractiva la polarización para sostener coaliciones. Aunque tanto Bolsonaro como López Obrador minimizaron la pandemia, ambos tomaron diferentes caminos para hacerle frente a sus consecuencias económicas. La popularidad del primero se benefició gracias a un Congreso que expandió los planes sociales mientras que el segundo apuntaló la austeridad fiscal en medio de la pandemia. Tal vez el hecho de que la popularidad de Bolsonaro fuera menor que la de AMLO explique en parte la diferencia. 

En México, el discurso anticorrupción (que incluyó la extradición de un “arrepentido”) y la fragmentación de ‘la vieja política’ sostiene a AMLO pese a las caravanas de sus detractores (mayormente de clase media) y a los muertos de Covid19.  Y tal vez sea por ello que su partido busca una consulta popular sobre la posibilidad de enjuiciar expresidentes que coincida con las elecciones legislativas del 2021 a fin de evitar que el público se focalice en su desempeño económico o sanitario (México es el décimo país en muertos de Covid19 por millón de habitantes).  En Brasil, Bolsonaro necesita apuntalar su popularidad sin partido y descubrió que la ayuda social lo hace más atractivo tras la caída en las encuestas que provocaron escándalos familiares de corrupción y su gestión de la pandemia (Brasil es el sexto país en muertos de Covid19 por millón de habitantes). En su caso, el anti-petismo parecería todavía ser una pieza clave para sostener su propia coalición.  

¿Podrían emerger otros ‘outsiders’ como ellos en la región? Tal vez valdría prestar atención a Perú y Chile, el primero y el quinto país en muertes de Covid19 por millón de habitantes. En ambos, se observa una creciente fragmentación de la oferta política, que fuerza segundas vueltas presidenciales. Aunque en Chile ha sido atemperada por dos coaliciones históricas, estas se están resquebrajando. 

En medio de la pandemia, el principal problema para los peruanos es la corrupción y la gran mayoría quiere alguien que les resuelva los problemas incluso si esto implica romper la ley; una situación que nos recuerda al Perú de Fujimori quien resolvió la inseguridad que habían creado Sendero Luminoso y el MRTA a costa del estado de derecho.  La fragmentación política, acentuada por una prohibición a la reelección que abarca a los legisladores y alcaldes, ha llevado a conflictos entre el Congreso y el presidente. De hecho, el último presidente electo tuvo que renunciar rodeado de denuncias por corrupción y su sucesor cerró el Congreso con una medida legal que le generó amplio apoyo popular hace poco más de un año. El resultado de las elecciones del próximo abril puede tanto seguir siendo la atomización como la emergencia de algún liderazgo de tinte transgresor que prometa patear el tablero. 

El pasado octubre, Chile despertó y rechazó de plano a su clase política. Pero la rabia trajo esperanza y la mayoría tiene sus expectativas puestas en el plebiscito constitucional, que generaría un aumento de la participación electoral a pesar del miedo a contagiarse. Pero el plebiscito, y la reforma constitucional misma, no proveen una nueva dotación de políticos para presentarse en las elecciones municipales y regionales de abril o en las legislativas y presidenciales de noviembre de 2021. Más aún, la reforma constitucional puede generar la división necesaria para la emergencia de un liderazgo polarizador. La bifurcación entre la atomización o la emergencia de un nuevo liderazgo también podría darse ahí. 

En ambos países el descontento era anterior a la pandemia, pero la situación está peor tras su llegada. Sin embargo, y pese a que hemos descubierto la poca llegada del estado chileno a muchos segmentos de su población y su captura por otros, el estado peruano está prácticamente ausente incluso cuando su gobierno hace esfuerzos por llegar a la ciudadanía como ocurrió con la respuesta del presidente Martin Vizcarra frente a la pandemia. El tamaño del sector informal es un indicador de esa diferencia. Según la Cepal, en Chile, el setenta por ciento de los trabajadores cotizan en el seguro social, mientras que en Perú lo hace el veinte por ciento. Esta diferente presencia estatal genera distintas expectativas ciudadanas y niveles de confianza respecto a las promesas regulatorias del estado.  Por ende, la forma que podrían tomar las coaliciones que atraigan a aquellos ciudadanos descontentos con el sistema político y especialmente a los que sufrieron la mayor pérdida de su ingreso con la pandemia también podría ser distinta. Mientras que en Chile es de esperarse una discusión más robusta sobre la redefinición del contrato social entre el estado y la ciudadanía, en Perú puede tanto primar la desconfianza respecto al sector público como abrirse una oportunidad que resuelva la larga ausencia del estado. 

Las estrategias que se adopten para atraer a los votantes que fueron en términos relativos más afectados por la pandemia y que debieran estar más abiertos a redefinir lealtades políticas en función de resultados tangibles serán claves para entender las nuevas coaliciones que podrían emerger en América Latina tras el paso de la pandemia.