La fragilidad de los cuerpos

La salud mental en los Juegos Olímpicos. Los casos de Biles y de Osaka.

Los auriculares la transforman en invisible. Salvo en la cancha -porque no está permitido-, desciende del auto, ingresa al vestuario, corre en el gimnasio, se hace masajes y deambula por el predio, siempre, escuchando música: “Me ayuda a lidiar con mi ansiedad social”. Como Julian, el niño protagonista de Un papá genial de Adam Sandler, con sus lentes negros para desaparecer. Su introducción a sentirse mal fue en el US Open de 2018. La explosión fue este año en Roland Garros. Había vencido a la rumana Patricia Maria Tig en primera ronda. Un resultado esperable para la japonesa número 2 del mundo en el ranking ATP. Decidió no presentarse a la conferencia de prensa posterior. La organización dispuso una multa de 15 mil dólares. Una pequeña moneda para quien, según la revista Forbes, percibe 34 millones de dólares anuales. La mujer deportista mejor paga en la historia. El revés de la tenista fue letal. Se retiró del torneo. Días más tarde, Naomi Osaka escribió: “Se hacen preguntas que llenan de dudas nuestras mentes, y simplemente no voy a someterme a personas que dudan de mí». 

En los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, la llama olímpica la encendió el corredor Yoshinori Sakai. Había nacido en Hiroshima el 6 de agosto de 1945. El día de la bomba. La elección era un canto al renacer nipón. En Ciudad de México 1968, la llevó Norma Enriqueta Basilio, las primeras puertas abiertas a que una mujer pudiera ejercer este honor. En Los Ángeles 1984, la prendió Rafer Johnson, el primer atleta descendiente afroamericano al que se le permitía oficiar este ritual. En Atlanta 1996, el encargado fue el boxeador Muhammad Ali. Había ganado la medalla dorada en Roma 1960 cuando todavía se autopercibía Cassius Clay y no había mutado su identidad. Ese nivel de densidad sociocultural es el que tiene ser ungido como quien inaugura esta maratón deportiva. En Tokio 2021, la seleccionada fue Osaka. La primera tenista en la historia. Apenas de 23 años. No constituyó ésta la razón, pero bien podría justificarse que se trata de un símbolo de la alta competencia que admite, por primera vez, la fragilidad de los cuerpos -gracias Sergio Olguín por tremenda novela-.

Osaka era la candidata al oro. Cayó contra la checa Marketa Vondrousova, 42 en el ranking, en dos sets, por 6-1 y 6-4. La zona mixta -el nombre formal del pasillo donde se mezclan periodistas y deportistas- era una fila de micrófonos ansiosos por oír las razones de la desgracia. En estos Juegos Olímpicos, apenas terminan las participaciones, los y las protagonistas ya declaran. Pasaron veinte minutos. No aparecía. Un miembro del Comité Organizador anunció que no se presentaría. Había retirada de grabadores cuando alguien del equipo de la japonesa anunció dos cosas: primero, que esperaran; segundo, que respondería dos preguntas. 

–¿Ha sido mucho la presión?
–Definitivamente, sí. 
–¿Por qué perdió?
–No he sabido afrontar la presión de estos Juegos.

Burnout. Cabeza quemada. Según la OMS, hay 350 millones de personas en el mundo con depresión. Byung Chul Han es el filósofo surcoreano que dio en el clavo sobre cómo el sistema ahora licua el bocho. En su libro La sociedad del cansancio, narra: “La depresión es un síntoma de la sociedad del cansancio. El sujeto forzado a rendir sufre de síndrome del desgaste profesional desde el momento en que siente que ya no puede más. Fracasa por culpa de las exigencias del rendimiento que se impone a sí mismo. La posibilidad de no poder más le lleva a hacerse autorreproches destructivos y a autoagredirse”. La pandemia agiganta esa competencia contra uno mismo. Un escenario potenciado para el deporte. Con rendimientos valuados en medallas, dinero, ranking, posteos. La nadadora Delfina Pignatello desesperaba entrenando en una pileta de una casa mientras veía a sus rivales autorizados a competir en otro lado del mundo. “Saber que tal vez no pueda prepararme me frustra muchísimo y pienso en no estar tal vez”, decía el 4 de junio. Con Juegos Olímpicos por delante. La alta competencia está preparada para gente que no tolera el no se puede. El hagamos lo imposible es un mensaje que siempre nos sedujo. Con las cuarentenas, es una cárcel de la cabeza.  

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Vivir con un zumbido. Novak Djokovic fue poeta y personificó la sensación. Declaró, mostrando la otra cara de la moneda. Un tanto soberbio: “La presión es un privilegio, y sin ella no existiría el deporte profesional. Si lo que querés es estar en la cima, lo mejor que podés hacer es aprender a manejar la presión”. El tenis puede ser un deporte hostil para la cabeza. Encontró su llave terapéutica en la obra Open de Andre Agassi. Aunque su protagonista haya ganado ocho Grand Slam y haya liderado el ranking durante 101 semanas, sus pensamientos ponen en discusión lo verídico del deseo del que habla el serbio: «Yo nunca quise ser una gloria del tenis. Llegué a estar tan desconectado de mi propia vida que fui número uno en el mundo odiando lo que hacía». 

El australiano Nick Kyrgios cerraba las cortinas, se tiraba en la cama y se tapaba. Mataba los minutos hasta que arribara el próximo encuentro: «Caí en depresión por las cosas que pensaba que tenía que ser. Me daba miedo salir ahí fuera y hablar con la gente porque pensaba que les decepcionaría al no estar ganando partidos». El agotamiento había saturado su 2016. En una gira asiática, tras obtener el Abierto de Tokio, le tocó Shanghai. Delante estaba el alemán Mischa Zverev. En el medio del encuentro, lanzó saques suaves, abandonó pelotas a las que llegaba, se insultó con el árbitro absurdamente y culminó dejándose perder. “No les debo nada”, le ladraba a la prensa. Al día siguiente, pidió disculpas. Había gente que había pagado la entrada. Lo sancionaron. Zafó de la pena con una sola condición: jugaría bajo la tutela de un psicólogo deportivo.

La selva de la alta competencia puede herir. El problema de los tajos es si se oxidan o no. Está el laberinto. Que puede tener acaso salida. La española Paula Badosa tuvo que abandonar el tenis durante segmentos de 2018 y de 2019. De adolescente la agotaban con comparaciones con la rusa María Sharapova. Tras discontinuarse, se animó a enseñar su vida: “Pasé por muchos momentos de ansiedad. Momentos de depresión. Estuve con especialistas para salir de ahí. No tenía ganas de hacer nada. Perdí la ilusión de jugar al tenis. Sentía una presión y unos miedos que no quería entrar en pista”. Su entrenador, Xavier Budó, analizaba: “El personaje se acaba comiendo a la persona porque estamos en una sociedad donde el éxito es ganar y perder es el fracaso”. En Tokio 2020 -así se denomina, pese a que estamos en 2021-, pudo mostrar una gran versión. Superó a la argentina Nadia Podoroska en octavos. Se quedó en cuartos tras caer con Vondrousova. La cabeza es un órgano que puede trabajarse y mejorarse. La alta competencia parece empecinada en hacer daño: en realidad, perdió por abandono, porque hacían 41 grados de sensación térmica, dejó en el primer set y la sacaron en sillas de ruedas.

Aprieta los labios. De la boca se le está escapando algo. No quiere estar ahí. Salta, cae, no hace pie, rebota y levanta los brazos. Nadie entiende por qué la gimnasta Simone Biles, quíntuple medallista dorada en Río 2016, quíntuple campeona del mundo -la única tricampeona: 2014, 2015 y 2016- repite la mala actuación que vaticinó en la clasificación a la competición. Se toma unos minutos. Se abraza con su cuerpo técnico. Hunde la cabeza en una toalla. Reúne a sus compañeras estadounidenses. Abandona. No del todo. Ya no competirá. Se pondrá a un costado para alentar a su equipo.

Twisties: dícese de la pérdida del sentido del espacio y la dimensión cuando la persona está girando en el aire. El término lo utilizó la propia Biles para explicar lo que le estaba aconteciendo. Sus palabras en Instagram dolían: “Siento el peso del mundo en mis hombros”. Su decisión era clara: “Para mí, la salud mental es lo primero”. Detrás suyo, la Federación de Gimnasia de Estados Unidos sacó un anuncio: “La evaluaremos día a día para ver si puede recuperarse”. Cerraban dejando una postura emblemática: “Su coraje muestra otra vez por qué es una modelo a seguir para mucha gente”. Casi un colmo: de la presión de la alta competencia la migraban a la presión de ser una referente social. Hasta la Casa Blanca, sacaba un comunicado respaldándola. Imposible ser invisible un rato.

La atrocidad para Simone no se resume en la exposición. En el documental de Netflix, Atleta A, es una de las voces que florece para denunciar a Larry Nassar. El coordinador médico del equipo de gimnasia de Estados Unidos manoseaba a las jóvenes cuando las atendía. Su sentencia se dio en 2018: acusado por 156 víctimas y tras hallarle 35 mil archivos de pornografía infantil, fue condenado al mínimo de 40 años en prisión. «Últimamente me he sentido quebrada y cuanto más trato de apagar la voz en mi cabeza, más fuertes son los gritos. Ya no tengo miedo a contar mi historia», redactó en su cuenta de Twitter como parte de la campaña #MeToo de denuncia de abusos y acosos sexuales. Ser mujer en el sistema patriarcal agrava cualquier situación. En una entrevista con la revista Vogue sintetiza: “Fue lo más parecido a la muerte, sin dañarme”.

Un baúl de dolores. A Simone la debieron criar sus abuelos porque a su madre le sacaron su tenencia luego de que Servicios Sociales la hallara, en reiteradas ocasiones, drogada. “A veces me pregunto si mi mamá biológica se arrepiente, pero es algo que no tengo que responder yo”, reflexiona ahora. De niña, no paraba de saltar en su colegio. Sus docentes recomendaron que fuera a hacer gimnasia. Comenzó el sueño americano. Suena “Gonna Fly Now” de Rocky. Una piba afrodescendiente de 142 centímetros vuela por los aires para superar su historia. Paga su pasado con medalla. Pero eso no ocurre ni aunque un cuerpo esté poseído por un talento. Al final, el horror hace mella. La diferencia es que pudo decirlo. 

Fue un dominó. La gimnasta jamaiquina Danusia Francis lo pintó en un panorama tras competir y quedar eliminada en barras asimétricas: “Empoderó a todos para que pusieran su bienestar mental por encima de todo lo demás”. La verbalización ya se transformó en un paso adelante. Liz Cambage, basquetbolista de Australia, considerada la mejor pivote del mundo, determinó una semana antes del comienzo de Tokio 2020 que no participaría: “Estoy muy lejos de donde quiero estar. Es realmente aterrador. El mes pasado tuve ataques de pánico. No comí”. Detallaba una complejidad mayor para la psiquis en estos tiempos: “He estado muy preocupada por el hecho de tener que preparar unos Juegos Olímpicos en régimen de burbuja. Sin familia, sin amigos, sin aficionados, sin un sistema de apoyo fuera de mi equipo”. La pandemia profundizó los problemas de salud mental. En 2020, un estudio FIFPRO -sindicato internacional de fútbol- informó cifras alarmantes: el 22% de las mujeres y el 13% de varones habían admitido síntomas de depresión; el 18% de las mujeres y el 16% de varones tenían síntomas de ansiedad.

La presión por ganar puede ser invisible hasta en los que cumplen por encima de las expectativas. Michael Phelps, el nadador que tiene el récord de 23 medallas doradas, detalló hace unos años que en Londres 2012 había pensado en quitarse la vida. Estuvo cuatro días encerrado. Casi sin comer. Tras dejar la alta competencia, entró en un ciclo de mejora. La pandemia volvió a dañarlo. Tras ver la renuncia de Simone, fue al fleje: «Realmente espero que no veamos un aumento en las tasas de suicidio de los atletas debido a esto. Porque la salud mental es lo más importante aquí». 

Nunca es fácil sobrevivir al dolor. Una buena noticia, quizás, sea asumirlo, volverlo público y aceptar la posibilidad de la derrota. Juan Manuel Lillo, entrenador de fútbol, suele decir que el problema es que perder te transforma en perdedor y ese sello es muy duro de llevar. No es casualidad que sean mujeres las que cargan con la valentía de poder decir basta. Hay que escucharlas. Aunque duela todavía más, Simone sintetizó su sentimiento con la crudeza de quien vive para hacer historia: “A veces, los Juegos Olímpicos no son juegos”.

Pizza post cancha

  • El enorme Pablo Paván está haciendo un podcast para que aprendamos de fútbol. Cultura de juego son charlas con analistas de juego y su laburo dentro de los cuerpos técnicos. Esta semana salió su conversación con Martín Wainer, del grupo de trabajo de Mariano Soso. Vale la pena.
  • El newsletter diario que hace Matías Baldo sobre los Juegos Olímpicos tiene historias, data, actualizaciones y una mirada que va más allá. No se lo pierdan.
  • Atleta A es muy doloroso, pero indispensable. Relata la terrible perversidad del médico Larry Nassar. Sentenciado por abuso de menores. Casi todas, gimnastas. Está en Netflix.
  • J.R. Moehringer es un periodista estadounidense que obtuvo el Pulitzer. Un crack. Fue el ghost writer del librazo de Agassi. Open es una biografía que marcó una época. Si no lo leíste, estás en cualquiera.
  • Simone vs herself es un documental sobre la gimnasta que se puede ver en Facebook Watch. Si te quedaste manija, esta es tu próxima aventura.

Esto fue todo.

Cenital metió un año de mucho crecimiento. Podés sumarte a la aventura.

Abrazo grande,

Zequi

Soy periodista desde 2009, aunque pasé mi vida en redacciones con mi padre. Cubrí un Mundial, tres Copa América y vi partidos en cuatro continentes diferentes. Soy de la Generación de los Messis, porque tengo 29 y no vi a Maradona. Desde niño, pienso que a las mujeres les tendría que gustar el fútbol: por suerte, es la era del fútbol femenino y en diez años, no tengo dudas, tendremos estadios llenos.