Sin protocolo a medida, las villas anticipan lo que serán las cárceles

La 31 pasó de 3 a 80 contagiados y una fallecida en sólo una semana. La Ciudad no muestra medidas de prevención que cuiden a los vecinos. Muchos, encima, no tuvieron agua durante días. Un espejo para los penales en medio de la pandemia.

Toribia Balbuena compartía una pieza de 3 x 3 con su marido y su hija en la Villa 31. Y los tres, a su vez, compartían el baño del piso con otras 11 personas. Cuando el Coronavirus entró en el barrio, un mes y medio después de haber contabilizado el primer contagiado en el país, la Villa todavía no tenía (y sigue sin tener) un protocolo adecuado para cuidar a las personas que viven hacinadas. Ayer, trece días más tarde de que su hija diera positivo por Covid-19, Toribia Balbuena se murió. Y 79 de sus vecinos, además de su hija y su marido, están contagiados.

Los números son de la ONG La Garganta Poderosa, que desde hace semanas reclama planes de acción específicos para los barrios más vulnerables de la Ciudad. Lugares en donde las personas no pueden aislarse y en donde, además, muchos dejaron de comer debido al impacto de la cuarentena. A ese panorama desolador se le sumó en la última semana la falla de Aysa en la planta potabilizadora San Martín, que afectó a muchos barrios de la Ciudad y que dejó sin agua también a la Villa. Tanto en la empresa que conduce Malena Galmarini como en el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño aseguraron a Cenital que el tema estará solucionado durante este fin de semana. El resto de los problemas, sin embargo, continúan.

La tasa de contagio exponencial que mostró el Barrio 31 en apenas 13 días funciona como espejo de lo que podría suceder en las cárceles. Lugares que también están hacinados, que tampoco (en muchos casos) tienen un servicio de agua decente y en los que las personas privadas de su libertad no tienen acceso a elementos mínimos de higiene ni a una alimentación aceptable. Sólo hay una, tal vez mínima, diferencia: para los presos hay un protocolo en discusión. Para los pobres, no.

Que el protocolo para las cárceles se esté discutiendo públicamente, de todas formas, no es garantía de soluciones. Recién ahora, a dos meses del primer contagiado de Coronavirus en la Argentina y a un mes y medio de las primeras recomendaciones sobre qué hacer con las personas hacinadas en las cárceles en medio de una pandemia, la Corte Suprema de la provincia de Buenos Aires reaccionó y se prepara para intervenir en la discusión. De la Corte Suprema de la Nación no hay señales.

Fue necesario todo este tiempo de polémica pública y un cacerolazo desde los balcones porteños para que también el presidente Alberto Fernández y la ministra de Justicia, Marcela Losardo, reaccionen. Hace muchos días ya que los propios jueces venían reclamando alguna señal del Poder Ejecutivo para descomprimir los penales sin hacerse cargo del escarnio público. Muy pocos demostraron estar a la altura del cargo que ejercen y se hicieron responsables de sus decisiones, sabiendo que con ellas pueden estar garantizando la vida o condenando a muerte a las personas que de ellos dependen. En ese nivel está la discusión que la presidenta del PRO, Patricia Bullrich, decidió reducir a “el Gobierno libera asesinos”.

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Ese eslogan omite innumerables detalles de la decisión que, antes que en la Argentina, tomaron países como Chile, Colombia, Brasil, España, Irán, Estados Unidos, Turquía, Indonesia y El Salvador. De esos muchos detalles que sacan a la situación del maniqueísmo grietero, hay tres insoslayables. El primero es que el beneficio de las prisiones domiciliarias concedidas en el marco de la pandemia es transitorio, mientras dure el aislamiento obligatorio. Luego se revierte. El segundo, largamente señalado por quienes hicieron el modesto esfuerzo de leer las acordadas de las cámaras de casación que se expidieron sobre el tema, es que es un beneficio destinado a quienes están cursando prisiones preventivas por delitos no violentos, o están próximos a cumplir su condena por delitos menores, o están en condiciones de acceder a la libertad condicional o a salidas transitorias, o son mujeres embarazadas o presas con sus hijos, o están en grupos de riesgo.

Esto último, con la advertencia de que debe ser aplicado con “carácter sumamente restrictivo” en el caso de presos de grupos de riesgo que hayan sido declarados culpables por delitos graves. Por supuesto que hay jueces que desoyeron esta última y enfática recomendación y beneficiaron con domiciliarias a violadores, asesinos, abusadores y represores. Que el Poder Judicial es machista, heteropatriarcal y aprovecha cualquier resquicio para aliviar las condenas por delitos de lesa humanidad lo sabe cualquier persona en la Argentina que alguna vez haya tenido algún interés por los reclamos de los movimientos y los organismos de Derechos Humanos.

Paradójicamente, en parte gracias a algunos de esos mismos jueces, descomprimir las cárceles  atestadas de personas sin condena no es una tarea sencilla. Sólo en la provincia de Buenos Aires, la mayoría de los penales duplican su capacidad. Pueden alojar a unos 25.000, pero preventivas mediante están ocupados por unos 50.000 presos y presas.

El tercer detalle sobre las acordadas de las cámaras para intentar aliviar las cárceles no tiene que ver con la situación de los presos y las presas per se, sino con las perspectivas del sistema de salud pública. Desde el 20 de marzo, todo el país está en aislamiento social preventivo y obligatorio. Desde una semana antes, se cortaron las clases presenciales. No hay actividad comercial. Durante semanas estuvieron cerrados los bancos. Se cancelaron por todo el año los eventos masivos. Un esfuerzo colectivo que implicará pérdidas materiales y que está afectando emocional y mentalmente a muchos de los ciudadanos, pero que una mayoría abrumadora de la sociedad (lo muestran las encuestas) comprende como necesario para evitar que un sistema de salud en crisis desde hace años colapse y, por su imposibilidad de dar respuesta, termine provocando más muertes que las que estadísticamente causa el virus a nivel global.

Si en las cárceles se disparan los contagios; si el contagio exponencial en los penales imita al de la Villa 31 y los casos aumentan 1900% en una semana; difícilmente el sistema de salud logre seguir resistiendo como hasta ahora. Más de 12.000 personas están detenidas en los penales federales. Y más de 52.000 en las cárceles bonaerenses. Y el esfuerzo de dos meses en cuarentena nacional puede colapsar en dominó si esos lugares se convierten en focos descontrolados de contagios. Una posibilidad para nada lejana, considerando las condiciones de hacinamiento y de (falta de) higiene. Tanto esfuerzo colectivo desperdiciado por una discusión en la que se encontraron políticos y jueces que no quieren hacerse cargo del hacinamiento carcelario y en la que además un sector intenta conseguir rédito político.

Esto, por supuesto, no es una novedad para nadie. Ya el 19 de diciembre, cuando el Covid-19 era algo que sólo hablaban los científicos de China, el presidente de la Suprema Corte de Justicia bonaerense, EduardoDe Lázzari, les sugirió a los jueces y camaristas que alfojen con las preventivas, para descomprimir las cárceles.

Un mes antes, en el Congreso, cuando todavía gobernaba Mauricio Macri, oficialismo y oposición fijaron límites concretos a las preventivas, para intentar cortar con el festival de encarcelamientos sin condena que desde hace años son una marca registrada del poder judicial en la Argentina y que en los cuatro años cambiemitas alcanzaron a ex funcionarios del gobierno nacional. Y casi dos años antes, en marzo de 2018, también el gobierno de Macri armó una lista de más de mil presos que el entonces ministro de Justicia, Germán Garavano, recomendó domiciliar o liberar bajo el régimen condicional. Paradojas de la política, integraban aquel profuso listado represores, violadores y homicidas.

Nadie pareció recordarlo en Juntos por el Cambio cuando convocaron, desde los grupos de WhatsApp que para la campaña había organizado el ex jefe de Gabinete Marcos Peña, a los cacerolazos en contra de la “liberación” “masiva” de presos. Fue el segundo capítulo de los halcones opositores en medio de la pandemia. El primero había sido el cacerolazo para que los funcionarios se bajen el sueldo. 

¿Habrá un tercero? Parecería que ya está en marcha. Desde hace dos días circulan en grupos de Facebook y Whatsapp manifiestos llamando a levantar de hecho la cuarentena el 10 de mayo. El formato es una extensa carta abierta, dirigida al “señor presidente y equipo de especialistas”, en la que los firmantes autodefinidos “honorables ciudadanos argentinos” le comunican al Gobierno que “por razones de fuerza mayor” en esa fecha piensan retomar sus trabajos y actividades.

“Necesitamos comer y alimentar a nuestras familias. Vienen gestionando muy mal esta crisis. No queremos escuchar más infectólogos. Queremos escuchar también a economistas”, piden los anónimos honorables. Los economistas y empresarios que vienen operando para levantar la cuarentena, de parabienes. Tal vez celosos de que la sociedad escuche más al doctor Pedro Cahn que a él, el inclasificable Miguel Boggiano ya empezó a difundir la movida entre sus 125.000 seguidores de Twitter.

Es periodista, licenciada en Comunicación Social. Conduce el noticiero central del canal IP. Es docente titular de la cátedra Televisión en la Facultad de Ciencias Sociales de la UNLZ. Es autora de El Otro Yo, la biografía de Nicolás Caputo (Planeta, 2017).